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EMILIO SALGARI

los sitiados echaron con rapidez las pértigas que servían de escalas, y dos a dos se deslizaron por ellas llegando a la primera plataforma envueltos en fuego y en humo.

Los piratas, que se habían detenido algunos minutos ante el cadáver de su compañero, volvieron a la carga furiosamente, pero momentos después retrocedieron rápidamente.

A lo lejos, hacia el río, se habían oído gritos, que se hacían cada vez más fuertes. ¿Qué ocurría al otro lado de la selva? Algo muy grave, sin duda, pues los sitiados vieron a sus enemigos volverse en tropel al bosque y huir como gamos hacia el Este.

—¡Se van!—exclamó Cornelio, admirado.

—Déjalos ir—gritó el Capitán—. Y bajemos, que la choza se va a desplomar sobre nosotros.

Llegaron a tierra y se alejaron a toda carrera en dirección opuesta a los piratas. Sólo se detuvieron cuando llegaron al lindero del bosque.

La casa aérea seguía ardiendo y amenazaba desplomarse de un instante a otro. Las llamas subían, bajaban y se enroscaban como serpientes, lanzando al aire nubes de humo y constelaciones de chispas.

El techo se había hundido; las dos plataformas, ya casi destruídas, caían a pedazos, y los bambúes, consumidos en su extremidad superior y en su punto de apoyo, se venían al suelo con gran estrépito.

—¡Ya era tiempo!—exclamó Cornelio—. Pocos minutos

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