galletas, y desde la noche anterior no bebían un solo trago de agua. Ninguno de ellos se quejaba, y hasta Hans, que era el más joven de todos, había resistido heroicamente, aunque tenía ya la garganta seca y la lengua hinchada. La brisa de la noche tonificó algo a los sitiados; pero tal consuelo era bien escaso; y si el asedio seguía, no podrían resistir otras veinticuatro horas de ayuno.
—Hay que intentar algo—dijo el Capitán con resolución—. Hans no puede soportar ya tantas privaciones.
—No me quejo, tío—respondió el joven—. Si tú resistes, yo resistiré también.
—No, pobre niño. Tú no tienes aún la resistencia de un hombre hecho.
Esta noche iré a buscar agua.
—Te matarán, tío.
—Trataré de bajar sin que me vean.
—Yo te acompañaré—dijo Cornelio.
—¿Y yo?—exclamó Horn—. Dejad que yo vaya en busca del agua, Capitán.
Tengo sesenta años, y si me matan he vivido ya bastante.
—No, valiente Horn. Tú te quedarás aquí para cuidar de mis sobrinos. No estás tan ágil como en otro tiempo, y la bajada es difícil.
—Mis músculos están aún fuertes, y bajaré como un joven, Capitán. Si os mataran, ¿quién conduciría a vuestros sobrinos a su patria?
—Tú, Horn. Tú puedes conducir muy bien una chalupa