avanzar por la explanada. Se deslizaban como serpientes amparándose en los matorrales.
—¿Tratarán de cortar los horcones?—preguntó Van-Horn, aterrorizado—.
¡A ellos, señor Cornelio!
El joven, que había vuelto a cargar el fusil, disparó apuntando a unas matas que se movían, pero ningún grito siguió a la detonación.
—¿Habréis matado a otro o errado el tiro?—preguntó Van-Horn.
—Veo moverse las matas todavía—dijo Cornelio—. Estos tunantes saben esconderse muy bien.
El Capitán y Hans hicieron fuego apuntando a las ramas que se movían; pero los piratas no se dejaron ver, ni contestaron disparando flechas.
—¿Se habrán ocultado bajo tierra?—exclamó el piloto—. Esto se pone feo.
A poco, quince o veinte hombres salieron de repente de entre las yerbas y en dos o tres saltos llegaron hasta los horcones de la cabaña, que comenzaron a golpear furiosamente con sus parangs. En un momento siete u ocho de los horcones cayeron a tierra. Veíase a los agresores a través de las viguetas del piso.
—¡Fuego!—gritó el Capitán.
Tres disparos resonaron: dos piratas fueron muertos, y un tercero quiso huir lanzando ayes; pero fué a caer entre la yerba. Los demás lograron llegar hasta el bosque, no sin recibir otra rociada de balas.