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LOS PESCADORES DE TRÉPANG

Horn—. El confite le ha sabido bien amargo, pero lo tenía bien merecido. ¡Ah, pillos! también nosotros tenemos armas que matan como el rayo.

—Estoy dispuesto a repetir la suerte—dijo Cornelio.—Al primero que se acerque lo dejo seco.

—¡Cuidado!—gritó el Capitán.

Oyéronse los silbidos de siete u ocho flechas; pero, disparadas de muy lejos, sólo dos conservaron fuerza para clavarse en los bambúes del corredor.

—Malos correos—dijo uno de ellos.

—¡Y tan malos!: ¡como que están envenenados!—añadió Van-Horn—. Por fortuna, a esta distancia no pueden herirnos mientras no nos descubramos.

—¿Y cómo nos las vamos a componer si esto dura mucho?—se preguntó el Capitán con cierta inquietud—; porque estos bandidos son capaces de tenernos sitiados sabe Dios hasta cuando.

—No tenemos prisa, tío—replicó Cornelio—: se está muy bien en este nido de cigüeñas.

—Pero ¿y los víveres? ¿y el agua?

—¿Tratarán verdaderamente de sitiarnos?—preguntó Van-Horn.

—Estoy seguro de ello, viejo mío. Tratarán de rendirnos por hambre.

—No, tío—dijo Hans—; no esperarán tanto, pues veo que vuelven a la carga: ¡mira!

Acercáronse todos a la puerta y vieron a los piratas

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