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EMILIO SALGARI


—No lo creas—dijo Horn—. Con romper los horcones que sostienen la casa nos harán venir al suelo. Con sus parangs, que son unos machetes muy pesados y cortantes, pueden hacerlo facilísimamente.

—¡La caída que daríamos sería buena!

—Mortal, señor Cornelio.

—Salgamos—dijo el Capitán—. No hay que dejar que se acerquen.

Salieron del interior de la choza y se asomaron a la barandilla de bambú del corredor, desde donde podían distinguir todos los alrededores. Sólo se sentía el suave rumor de la brisa al pasar por entre los árboles del bosque. En cuanto a hombres, ni trazas de ellos había. Si hubiera habido alguno, habrían podido divisarlo, aun a larga distancia, a la luz de la luna, que era clarísima y estaba muy alta.

—No hay la menor novedad—dijo Cornelio.

—Yo tampoco veo nada—añadió Hans.

—No hay que fiarse—advirtió Horn—. La explanada está cubierta de matorrales y pudieran muy bien acercársenos sin que los viéramos.

En aquel instante, y como para confirmar sus palabras, algo hendió el aire y vino a clavarse en la pared exterior de la cabaña, a poca altura sobre la cabeza del chino.

—¡Oh!—exclamó el Capitán.

Se dirigió al objeto y lo arrancó.

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