—No es muy cómodo para nosotros, Cornelio; pero a los papúes les basta.
—Pero debe de ser peligroso para los pequeñuelos indígenas.
—Son ágiles como macacos—le contestó el Capitán.
—No quiero correr el peligro de poner el pie en falso y de ir a dar con mis huesos en el suelo, querido tío, cosa muy fácil con esta obscuridad; prefiero andar a gatas.
—Es lo más seguro—dijo el Capitán, riendo.
Y así atravesaron la plataforma y entraron en la casa, cuyo piso estaba cubierto de fuertes y gruesas esteras.
Aquella choza era muy amplia, de forma cuadrilonga y bastante alta de techo. Estaba dividida en cuatro compartimientos o habitaciones cuadradas de veintiocho a treinta y cinco pies de lado cada una, con su puerta a la galería exterior.
El Capitán sacó fuego con el eslabón y el pedernal y encendió una pajuela que se halló en el bolsillo. Reconoció la casa, y la encontró enteramente vacía y desierta.
—Mejor para nosotros—dijo—. Pasaremos aquí el resto de la noche, y dormiremos perfectamente.
—Retiraremos las escalas—dijo Cornelio.
—Ya se lo he prevenido a Horn.
Mientras tanto, Hans y el chino ascendieron por la escala y entraron en la casa, y a poco, en pos de ellos, el piloto, el cual retiró las pértigas para que no pudieran subir los piratas.