del viejo marinero, llevando en la mano izquierda una especie de red capaz de contener muchas olutarias.
—¡Ea! ¡Manos a la obra sin perder tiempo!—dijo el Capitán después de haber examinado la entrada de la bahía para convencerse de que no había peces-perros en ella.
Los diez pescadores, escogidos entre los mejores nadadores y buzos de la tripulación, se echaron a una al agua.
Los dos jóvenes, inclinados al borde de la chalupa, seguían con gran curiosidad las maniobras de los valientes pescadores. El agua de la bahía, tranquila y transparente como un cristal, les permitía distinguir perfectamente a aquellos hombres, que procedían con gran rapidez cogiendo moluscos, que iban echando en la red.
Bien pronto uno de ellos, pasado medio minuto, salió a la superficie con la red llena hasta rebosar, la cual entregó al viejo Van-Horn, que la vació en el fondo de la chalupa. Aquella primera redada consistía en diez olutarias.
—¿Qué moluscos son éstos?—preguntaron Hans y Cornelio, que se habían agachado para observar mejor.
—Los trépang—dijo el Capitán—; y de los mejores, muchachos.
—Parecen cilindros rugosos—dijo Cornelio.
—Sí; pero con tentáculos—añadió Hans.