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LOS PESCADORES DE TRÉPANG

cayó revolcándose y levantando salpicaduras de fango.

Los otros, lejos de asustarse por la detonación, que para ellos debía de ser cosa nueva y desusada, pues que los papúes no usan armas de fuego, ni tampoco por la muerte de su compañero, saltaron al banco dirigiéndose hacia la chalupa.

—¡Valor!—volvió a exclamar el Capitán, cargando precipitadamente el fusil.

El asalto fué tremendo. Aquellos formidables saurios, creyendo que hasta la chalupa era una presa propia para tragársela, se atropellaban unos a otros para llegar primero. Sus hálitos, calientes y fétidos, llegaban hasta los desgraciados náufragos.

Estos, aunque aterrorizados, no perdieron la calma. Descargadas las armas contra los más cercanos, echaron mano de las hachas, de los arpones y hasta de los remos, y se defendieron con valor sobrehumano, golpeándolos furiosamente en los cráneos y en las mandíbulas, hasta romperles los dientes o herirles las gargantas.

Por fortuna, la chalupa era alta de bordas, y los cocodrilos no podían entrar a saquear el interior; pero trataban de volcarla a coletazos, tan violentos, que habrían acabado por desguazarla.

Aquella encarnizada defensa, aquellas detonaciones, aquellos fogonazos, aquellos gritos, parecieron desconcertar a los asaltantes, los cuales se decidieron a retroceder hacia las orillas del banco, pero sin abandonarlo.

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