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EMILIO SALGARI

de una buena presa, llegaban por todas partes rodeando la chalupa.

A la luz de los astros se veían sus enormes mandíbulas erizadas de largos dientes, que se entrechocaban con un ruido semejante al que produce un cajón al caer sobre cubierta.

Daban terribles coletazos en el agua que producían verdadero oleaje.

Sonaban sus colas al dar unas contra otras con ruido como el que harían huesos durísimos entrechocándose.

Cuando tuvieron rodeado el banco, se detuvieron como si quisieran asegurarse de la clase de enemigo con quien tenían que habérselas.

Después uno de ellos, el más atrevido, y el mayor sin duda, pues tenía más de treinta pies de largo, dió un coletazo en tierra, subió al banco, que la marea iba ya cubriendo, y avanzó resueltamente hacia la chalupa.

—¡Es horrible!—exclamó Hans, temblando.

—¡Valor, muchachos!—dijo el Capitán, que no perdía su calma—. Este es mío.

El saurio no estaba más que a seis pasos, y de un coletazo podía echarse encima de la chalupa.

Van-Stael apuntó a las abiertas mandíbulas del monstruo, e hizo fuego.

El cocodrilo, herido de muerte por la bala que le debió de atravesar de la garganta a la cola, se encabritó como un caballo, agitando su enorme cola, y después

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