—Despertemos a mi tío.
—Y a todos. Nos aguarda un mal cuarto de hora.
Despertaron al Capitán y a sus compañeros y les dijeron lo que ocurría.
—La cosa puede ser muy grave—dijo Van-Stael—. Los cocodrilos de los ríos de Nueva Guinea son feroces y no temen al hombre. ¿Empieza a subir la marea?
—Desde hace un cuarto de hora—respondió Van-Horn.
—Es necesario defendernos hasta que estemos a flote.
—¿Y no oirán los piratas los tiros?
—Sin duda, Horn; y subirán en seguida río arriba; pero no vamos a dejar que nos devoren los cocodrilos por miedo a los piratas. Apenas podamos movernos, o, mejor dicho, apenas pueda moverse la embarcación, nos refugiaremos en los bosques y allí estaremos seguros. ¡Atención! ¡Ahí están los cocodrilos! Procurad darles en el cuello, si queréis que nos veamos libres de sus tremendas mandíbulas.
Los cocodrilos llegaban, en efecto; pero no eran dos o tres, sino una verdadera banda; treinta, cuarenta o quizá más. ¿Cómo se habían reunido allí tantos saurios, cuando los náufragos no habían visto ni uno siquiera durante el día? ¿Venían de alguna gran charca o de algún lago que hubiera cerca del río? Ambas cosas eran probables.
Aquellos espantosos anfibios, advertidos de la presencia