por los piratas que tenían que venir por la parte del mar. En el bosque reinaba el silencio; sólo se sentían los zumbidos de los insectos y el ligero crujir de las ramas de los árboles, suavemente agitadas por un vientecillo que venía del mar. En el río, sólo se oía el murmullo del agua batiendo en los bancos y en las orillas.
De vez en cuando, a través del espeso follaje se veían brillar acá y allá puntos luminosos, que tan pronto se dejaban ver como se ocultaban en la espesura; pero ni Cornelio ni el viejo Horn se inquietaban, pues sabían que aquellas lucecillas procedían de ciertas luciérnagas de la especie llamada lampiris, muy comunes en todas las islas de la Malasia, a las cuales las elegantes del país encierran en pomitos de vidrio para adornarse con ellas el pelo, clavándolas en alfileres de plata.
Había ya pasado una hora sin que ocurriera nada extraordinario, cuando Cornelio creyó ver una masa oscura que atravesaba rápidamente el río describiendo una curva por el aire. Se había destacado de un árbol situado en la orilla derecha, y desapareció bajo los bosques de la opuesta.
—Van-Horn, ¿has visto?—preguntó, echando mano precipitadamente del fusil.
—Nada he visto ni oído, señor Cornelio—contestó el piloto.
—Ha pasado ante mi vista una cosa negra, que no he podido distinguir bien.