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EMILIO SALGARI


—¿Temes, tío—dijo Cornelio—, que los piratas nos tengan mucho tiempo bloqueados?

—Cuando se convenzan de que hemos huído al interior, espero que se vayan.

—¿Y si no se van?

—Alguna vez se han de ir, y todo se reduce a esperar a que se marchen.

Tenemos víveres para dos semanas y abundancia de frutas, plantas y caza; pues de todo ello hay en la isla.

—Debíamos intentar alejarlos a tiros.

—¿Para atraernos otros enemigos? ¿Quién nos dice que esa gente no tenga compatriotas en estas costas? Dejemos que se cansen, Cornelio, y verás cómo acabamos por podernos ir tranquilamente. Comamos ahora algo, y descansemos. ¿A quién le toca el primer cuarto de guardia?

—A mí—dijo el joven—. Podéis dormir tranquilos: ningún pirata se acercará sin mi permiso.

—Te hará compañía Horn. Ven más cuatro ojos que dos.

—Los míos todavía son buenos—dijo el viejo piloto.—Vamos, señor Cornelio; vos a proa y yo a popa.

Terminada la frugal cena, el Capitán, el pescador y Hans se tendieron en el fondo de la chalupa, en espera de sus respectivos turnos de guardia, mientras el piloto y Cornelio se sentaban, el uno a proa, para vigilar el río, aguas arriba, y el otro a popa, para no dejarse sorprender

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