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EMILIO SALGARI


—Pero la marea está subiendo y quizás logren ponerse a flote dentro de un rato—observó Van-Horn.

—¿Rompemos el fuego?—preguntó Cornelio—. Si saben que llevamos armas, quizás desistan de atacarnos.

—No es mala idea, Cornelio; pero sin que nos hostilicen no debemos tirarles. Hasta ahora nada nos han hecho.

—¿Y si nos aprovecháramos de esta tregua forzada para huir?—dijo Horn—. Si nos estamos aquí, no tardará en llegar la tripulación de la segunda piragua.

—¿Y adónde irá este río?—preguntó Cornelio.

—De eso sé lo mismo que tú—respondió el Capitán—. Subiremos por él hasta encontrar un sitio bueno para acampar, y cuando los piratas se marchen, nos embarcaremos otra vez y seguiremos nuestro viaje.

—Señor Van-Stael; ya está ahí la segunda piragua—avisó Van-Horn.

El piloto no se había equivocado. La segunda piragua, que se había quedado rezagada, acababa de llegar a la desembocadura del río y trataba de unirse a la otra, que seguía encallada.

Aquel refuerzo podía ser fatal para los náufragos, pues aumentaba considerablemente el número de los piratas. Aunque los europeos tenían en su chalupa abundantes municiones, no era prudente empeñar una lucha contra cincuenta o sesenta salvajes provistos de flechas envenenadas.

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