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EMILIO SALGARI

estos palúdicos—dijo a sus compañeros—. Guardaos sobre todo de las flechas, porque hombre herido es hombre muerto.

—Las municiones abundan y todos somos buenos tiradores—dijo el piloto—. No se atreverán a entrar en el río.

—Además—observó Cornelio—, hay tan poco fondo, que les será imposible pasar a esas embarcaciones.

—Pero son capaces de desembarcar y de seguirnos por los bosques—dijo el Capitán—. ¿Se les ve?

—Sí—dijo Hans, que se había abierto paso entre aquellas plantas, de las cuales se desprendían emanaciones pestilentes.

—¿Qué hacen?

—Tratan de entrar en el río.

—Veamos.

Van-Stael atravesó la espesura, y al llegar al extremo del islote se inclinó hacia adelante, cuidando de no descubrirse.

La piragua había dado vuelta al banco de arena y avanzaba con precaución por la orilla derecha, tratando de evitar los bajíos.

Algunos hombres sondeaban el agua con los remos, mientras otros trataban de descubrir a los náufragos, escondidos en las malezas del islote.

Se les oía hablar y se les veía moverse sobre cubierta.

Aquellos salvajes eran todos altos y membrudos, y a

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