Así como hay pescadores de arenques, de ballenas y de focas, hay pescadores de trépang, los cuales todos los años, en la estación propicia, llegan desde los puertos más lejanos hasta las aguas del estrecho de Torres, del mar de Coral o del golfo de Carpentaria.
Aunque muchos de esos buques no vuelven más a su país o vuelven con las tripulaciones diezmadas, el negocio se sostiene por lo lucrativo que es. Saben los que lo explotan que los salvajes están dispuestos a aprovechar la primer tempestad para cortar las cuerdas y cadenas de los barcos y hacer que se estrellen en los arrecifes; saben también que si caen en sus manos acaban su vida guisados en salsa verde, y, sin embargo, van allí a pescar, porque los chinos pagan muy caros esos moluscos. Pronto los conoceremos.
Pero volvamos a nuestra nave, cuya tripulación, a pesar del grito de los australianos, que aún resonaba en el espacio como una fúnebre amenaza, se preparaban a la pesca.
La nave estaba fuertemente anclada, como ya hemos dicho. Había puesto la proa mirando a la boca de la bahía, dispuesta, en caso de peligro, a abandonar aquellos parajes. El capitán Van-Stael había hecho botar al agua una gran chalupa, y se había embarcado en ella en compañía del viejo Van-Horn, de Hans y de Cornelio.
Inclinado hacia el mar, se había puesto a observar el