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EMILIO SALGARI


A las once estaban los náufragos a sólo tres millas de la costa de Nueva Guinea; pero tenían la primera piragua media milla detrás de ellos y la segunda poco más de una.

—¡Veo un río!—exclamó Hans.

—¿Cerca?—preguntó el Capitán, que no podía verlo por estar de espaldas a la costa.

—Sí, tío; ahí enfrente de nosotros.

—Lleva hacia él la chalupa. ¿Es ancho?

—Tendrá algo más de un cable.

—Lo remontaremos y desembarcaremos en los bosques.

—¡Duro con los remos, amigos!: los papúes han advertido nuestras intenciones.

—Tío—dijo Cornelio—; los tenemos ya encima, y podríamos disparar sobre ellos.

—Todavía no; espérate: ¡Avante!

La chalupa volaba, hendiendo impetuosamente las aguas; pero el velero de los papúes le ganaba ventaja.

Por fortuna, la costa estaba ya muy cercana. Se distinguían perfectamente las palmas de coco, las cañas de azúcar, las sensitivas gigantes y hasta los arbustos. La tierra toda hasta la misma orilla del mar estaba cubierta de espesísimos bosques.

La chalupa, pasando sobre un banco de arena, entró en la desembocadura del río, y fué a atracar a una isla o más bien un islote, cubierto de un espeso bosque de

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