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EMILIO SALGARI


—¡Ah!—exclamó el Capitán—. Si hubiéramos podido conservar la lantaca, no se acercarían seguramente esos pillos; pero ya que no la tenemos, nos defenderemos con los fusiles.

A las diez, la costa estaba aún a doce o trece millas y el viento seguía aflojando. Se veían ya los árboles de la ribera y hacia el Este se distinguía una bahía espaciosa, que podía ser muy bien la boca de algún río.

La primera piragua estaba ya muy cerca y seguía ganando terreno, impulsada por veinte remeros vigorosos. Se la distinguía ya muy bien a simple vista. Aunque construída por salvajes, era una excelente embarcación. Consistía en dos canoas apareadas, de unos treinta y cinco pies de eslora, construídas de sendos troncos de árbol ahuecados.

Iba armada a proa de una especie de espolón de madera pacientemente esculpido, y la popa era altísima, y de forma como de escala. Las dos canoas apareadas que constituían, como se ha dicho, la embarcación, estaban trabadas entre sí por una especie de pasarela cubierta de un colgadizo de hojas sostenido por una ligera armadura.

A proa y a popa se alzaban sendos palos, formado cada uno de ellos por tres bambúes unidos en lo alto y separados en la base; pero sin antenas, vergas ni cordaje, que no necesitaban, por lo demás; porque las velas de los barcos papúes no se despliegan de alto a bajo,

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