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LOS PESCADORES DE TRÉPANG

para hacerlos prisioneros o quizá para matarlos en el acto, hacían desesperados esfuerzos por adelantar camino. Remaban furiosamente para ayudar a las velas, levantando salpicaduras de espumas, pero no se acercaban sino muy lentamente, pues la chalupa corría a razón de ocho o quizá de nueve millas por hora.

De vez en cuando se oían sus gritos, que el viento llevaba hasta la chalupa, y que parecían intimaciones para que los náufragos se detuviesen; mas éstos no hacían caso de tales amenazas.

Las montañas de la gran isla iban haciéndose más perceptibles por momentos, y la costa empezaba a delinearse confusamente hacia el Norte, corriendo de Este a Oeste.

A las nueve de la mañana la chalupa sólo distaba veinticinco millas de tierra; pero el viento, que hasta entonces se había mantenido fresco, comenzaba a ceder.

El Capitán y Van-Horn se iban inquietando, porque si el viento faltaba no podrían regatear con las piraguas, que llevaban tripulaciones mucho más numerosas y acostumbradas a las maniobras del remo.

Una piragua se había adelantado, y sólo distaba ya cuatro millas. La otra, no tan buena velera, por lo visto, se quedó rezagada; pero sin abandonar la caza.

Sin duda aquellos astutos salvajes se habían dado cuenta de las intenciones de los náufragos, y querían a todo trance impedirles llegar a la playa de la gran isla.

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