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EMILIO SALGARI


Soplaba del Sur un viento fresco, que empujaba la chalupa. Los salvajes, que advirtieron la maniobra de sus tripulantes, lanzaron rabiosos gritos que se oyeron, aunque aún lejanos, y a poco desplegaron dos pequeñas velas triangulares más, ayudándose también con los remos.

—¡Ya lo decía yo! ¡Esa canalla quiere abordarnos!—exclamó Van-Horn al advertir esa maniobra.

—Tal vez lleguemos a la costa de Nueva Guinea antes de que nos alcancen—dijo el Capitán—. Si el viento no cede, dentro de cuatro horas llegaremos a tierra.

—Pero perderemos la chalupa—dijo Cornelio.

—Encontraremos quizá algún río, querido sobrino, y remontaremos la corriente.

—Harán lo mismo los piratas.

—Pero, escondidos nosotros en los bosques, nos será fácil ahuyentarlos.

—¿Y no encontraremos en tierra tribus hostiles?

—La Nueva Guinea es grande, Cornelio, y no está muy poblada. No es probable que tropecemos con enemigos. ¿Se nos acercan, Horn?

—Creo que no—respondió el piloto, que no perdía de vista las piraguas—. Corren mucho; pero no nos ganan terreno por ahora.

—¡Vosotros atended a las velas, y dejadme a mí el cuidado de dirigir la chalupa!

Los papúes, que ansiaban alcanzar a los fugitivos

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