—Al contrario; hay que temerles, Cornelio, y haremos bien en huir.
—Pero ¿adónde? Nos alcanzarán, señor Van-Stael—dijo el piloto—. Con esas grandes velas tienen que correr más que nosotros.
—Nos dirigiremos a la costa.
—¿A las islas del Estrecho?
—¿Estás loco, viejo lobo? Los habitantes de ellas son peores que los papúes, y nos matarían en seguida.
—¿Entonces a Nueva Guinea?
—Sí, Horn; y trataremos de no perder tiempo. Me parece que las piraguas nos ganan a andar, y si no nos apresuramos, dentro de dos horas las tendremos encima.
—¿Qué debemos hacer?—preguntaron Hans y Cornelio.
—Desplegar más la vela que tenemos, y añadir otras dos que arreglaremos con el encerado y que armaremos en sendos remos a popa y a proa: ¡Al trabajo, muchachos!
El chino, Hans y Cornelio ayudados por el viejo piloto, pusieron manos a la tarea. Como habían tenido la precaución de llevar cuerdas en la chalupa, les fué fácil sujetar firmemente a proa y a popa los dos remos, amarrándolos a las banquetas; partieron otro remo por la mitad para utilizar los trozos como vergas, y con la tela encerada y una manta hicieron las velas, atándolas por las puntas inferiores a las bordas de la chalupa.