A siete u ocho millas al Sur se veían, no dos aves de rapiña, sino dos embarcaciones, que navegaban de conserva siguiendo la misma ruta que la chalupa.
No costaba mucho trabajo reconocerlas como dos piraguas de isleños, pues son bien distintas de las nuestras.
Consisten en troncos de árboles ahuecados de unos cuarenta pies de largo, con cubiertas provistas de barandas de bambú.
Las que veían nuestros náufragos llevaban grandes velas triangulares de filamentos vegetales entretejidos, e iban tripuladas por muchos hombres negros medio desnudos, que se distinguían sobre los puentes.
—Son papúes, si no me engaño—dijo el Capitán—. Mala vecindad, amigos míos.
—¿Se trata de piratas?—preguntó Van-Horn.
—Lo temo, viejo mío; y hasta parece que tratan de alcanzarnos.
—¿Son muchos?—preguntó Cornelio.
—Cuarenta, por lo menos—respondió el Capitán.
—¿Usan armas de fuego los papúes?
—Armas de fuego, no; pero sí flechas envenenadas con jugo del upas, y que lanzan muy diestramente con la cerbatana. También usan lanzas y ciertas hachas pesadas, que llaman parangs, con las cuales, de un solo golpe decapitan a una persona.
—No hay, pues, que jugar con esos salvajes.