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EMILIO SALGARI


—¿Y dices, tío, que las hay más grandes aún?—preguntó Cornelio.

—¡Colosales! Hace cuarenta años, en las presas de Bombay, el flujo arrojó a la playa una medusa que pesaba dos toneladas, y que era tan fosforescente, que en un principio se la creyó un trozo de algún cometa.

Se dice que su resplandor era tal que, aun después de muerta, iluminó durante muchas noches la playa hasta gran distancia.

—Si era tan gigantesca, sus tentáculos serían larguísimos.

—Cada uno de ellos tenía quince brazas de largo.

Mientras charlaban, la chalupa, dirigida por el viejo piloto, que no abandonaba la caña del timón, seguía avanzando por el golfo de Carpentaria, dirigiéndose constantemente al Nornoroeste. El viento la empujaba velozmente; pero los deseos de llegar a los primeros islotes del estrecho de Torres o de ver las playas australianas, que sentían vivamente los náufragos, habían hasta entonces resultado fallidos: no se veía sombra siquiera de tierra todo en redondo del horizonte.

No habiendo podido salvar los instrumentos náuticos, carecían de medios de determinar el lugar en que se encontraban; pero orientándose con una pequeña brújula que llevaban consigo, estaban seguros de que

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