olas del golfo de Carpentaria, que aún seguían agitadas.
Entre las palmas de coco que crecían en la isla, bandadas de papagayos verdes y rojos, de loros de plumas amarillentas y cuellos negros y de pequeños pardalotes grises y dorados revoloteaban, cantando alegremente, como saludando al sol, mientras algunos bernicla jubata, feos volátiles de cuello largo y delgado, plumaje blanco y negro y patas palmípedas, buscaban cangrejos y pececillos.
—Tío—exclamó Hans, que había desembarcado en la isla—; te invito a almorzar.
—¿Has descubierto algún cuadrúpedo? Creo que no, porque aquí no se ven más que pájaros.
—Y cocos que nos darán una bebida excelente.
—Que probaremos, Hans. Toma un hacha, viejo Horn, y vamos a proveernos de cocos.
—Hay pocos, señor Stael—dijo el piloto—. ¿Habrán venido los australianos a llevárselos?
—No; se los habrán comido los cangrejos ladrones. Aquí estoy viendo uno de esos cocos, que, por la manera de estar horadado, se comprende que lo ha sido por uno de esos crustáceos, que hacen sus madrigueras en la arena.
—¿Es que hay cangrejos que comen cocos?—preguntó Hans.
—Sí, hijo mío, y que se los comen con mucho gusto,