—Unas tres millas.
—Es la costa de la tierra de Torres. Procuremos no chocar con alguna escollera, Horn.
—Pondré cuanto esté en mi mano por evitarlo.
—¿Podremos llegar a tierra, tío? Tengo miedo—dijo Cornelio.
—Has demostrado demasiado valor para tu edad, pobre muchacho; pero esta es la última prueba. Si estamos cerca de la costa, espero que podamos llegar a ella. ¿La ves, Cornelio?
—No; pero me parece sentir el ruido de la resaca.
—¿Habrá escollos por aquí? Navegamos por un golfo poco conocido y que abunda en escollos coralíferos.
Entregó la cuerda de la vela al joven pescador chino y, a pesar de las sacudidas furiosas que sufría la chalupa, se acercó a Cornelio. Miró ante sí; pero sólo vió olas monstruosas. Aguzando el oído, percibió distintamente ciertos ruidos bien diferentes a los que producen las olas en medio del mar.
—Sí—dijo—. Estamos cerca de tierra o de un escollo. Esperemos un relámpago.
No tuvo que esperar mucho. A poco un brillante relámpago rasgaba las nubes, iluminando el golfo hasta los extremos límites del horizonte.
Una orden precisa y terminante salió de los labios del Capitán: