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LOS PESCADORES DE TRÉPANG


—¿Tenéis miedo?

—No—respondían invariablemente Hans y Cornelio; pero su voz era poco segura.

La chalupa, entre tanto, avanzaba con extraordinaria rapidez. Llevada por el viento y las olas, iba acercándose a la costa australiana, que ya no debía de estar muy lejos.

Si no ocurría alguna catástrofe antes de llegar a ella, y ya comenzaban a tener esperanzas de que no ocurriera, los náufragos del junco podían considerarse en salvo, pues en las costas de la tierra de Torres desembocan buen número de ríos, los cuales, a su vez, forman pequeñas bahías.

Por desgracia, Van-Horn no podía mantener la ruta hacia el Este a causa del oleaje, que, por venir del Sur, empujaba de costado a la chalupa.

Tenía que dirigir la proa al Nordeste y otras veces al Norte, alargando así el camino en muchas leguas. Además, el tiempo no tendía a calmarse, sino que más bien empeoraba, poniendo a dura prueba el valor de aquellos desgraciados. El viento seguía soplando con ímpetu irresistible, empujando ante sí verdaderas masas de agua. Debía de tener, por lo menos, una velocidad de veintidós metros por segundo, que es de las mayores que suele alcanzar. El mar, embravecido, rugía furiosamente con tonos imposibles de describir, y empujaba hacia el Norte verdaderas montañas de agua.

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