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EMILIO SALGARI

aquel golfo, más vasto que algunos mares, sufría espantosas sacudidas. Ora llegaba hasta la espumante cresta de una ola gigantesca, donde se sostenía por un milagro de equilibrio, parecida a un pájaro marino; ora caía con rapidez vertiginosa en abismos insondables, verdaderas simas negras y sin fondo, que a cada momento amenazaban tragársela, pero de donde salía como una flecha para volver a montar en la cresta de otra ola.

Parecía un juguete en manos de gigantes; pero resistía maravillosamente.

Con su pequeña vela saltaba con agilidad de ola en ola, como si fuera un barco insumergible, y subía y bajaba por las montañas de agua, intrépida y ágil como una gaviota.

El Capitán, con la cuerda de la vela en las manos, la cabeza descubierta, los cabellos al viento, y pálido, pero resuelto, desafiaba con serenidad a la muerte, que le amenazaba por todas partes, y daba con voz segura las voces de mando. Van-Horn, con la caña del timón en la mano, la barba revuelta y los ojos muy abiertos, miraba sin pestañear las olas y trataba de evitarlas para que no los tomaran de través; Hans, Cornelio y el chino, pálidos y aterrados, se ocupaban en achicar el agua que entraba por las bordas de la chalupa.

Van-Stael de vez en cuando los animaba con una palabra o con un gesto, y les preguntaba:

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