Van-Horn se había sentado en el puesto del timonel y Cornelio y Hans, ayudados por el muchacho pescador, habían izado el palo y desplegado la vela.
—¿Adónde nos dirigimos, señor?—preguntó el piloto al Capitán.
—Tratemos de llegar a la costa australiana, que es la más próxima. No me atrevo, en medio de este temporal, a intentar ahora la travesía del golfo ni a dirigirme hacia las islas de Eduard Pellew, Wellesley o Groote. Más tarde procuraremos ganar las playas septentrionales de la tierra de Arnheim. ¡Atención a la vela, muchachos; y tú, Horn, cuidado con los golpes de mar!
—Perded cuidado, señor Stael.
La situación de los náufragos de la Hai-Nam era peligrosísima. Podía decirse que su existencia pendía de un hilo, que podía romperse de un momento a otro.
El temporal se desencadenaba entonces con furor increíble. A la primera noche de tinieblas había sucedido otra de fuego. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, iluminando las masas de nubes que se amontonaban confusamente y corrían hacia el estrecho de Torres.
Retumbaban sin cesar los truenos entre los silbidos del viento y los mugidos de las olas.
La chalupa, verdadera cáscara de nuez, perdida en