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EMILIO SALGARI

de su edad, y, por último, el Capitán entró también en la pequeña embarcación.

—¡Soltadla!—ordenó Van-Stael.

La chalupa, libre ya después de sueltas las amarras, fué arrastrada por una ola gigantesca.

Ya era tiempo. El junco, lleno de agua, casi hasta la segunda cubierta, se hundía con rapidez, arrastrado a los abismos del mar por el enorme peso que llevaba dentro.

Aún se levantaba con fatiga sobre las olas; pero aquéllas eran las últimas señales de vida que daba. Pronto el agua de la estiba llegó al puente, mientras que la del mar, que le entraba a torrentes por la parte de afuera, parecía impaciente por devorar su presa.

Por algunos instantes, y a la lívida luz de un relámpago, se dejó ver todavía la proa del junco sobre la superficie de las aguas; pero pronto desapareció la nave entera entre las olas, formando un remolino espantoso.

Sus palos oscilaron un momento entre las espumas, y luego desaparecieron también en la vorágine.

—¡Pobre nave!—exclamó conmovido el Capitán—. ¡Quién sabe si pronto te seguiremos!...

Entre tanto, la chalupa se alejaba con rapidez del lugar del naufragio, llevada por las olas, que se dirigían a la extremidad meridional de aquel inmenso golfo.

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