lejos, en las costas de la tierra de Arnheim y de la de Torres tronaba y relampagueaba sin cesar.
A veces las olas, saltando por encima de las bordas, inundaban la cubierta. El agua corría por toda ella y salía con fragor de catarata por los canalones de babor y estribor.
El viejo Horn, aunque estaba solo sobre cubierta, afrontaba el huracán con serenidad admirable. Erguido sobre el castillo, con el cabello y la larga barba sacudidos por el viento y las manos en la caña del timón, guiaba valientemente el buque.
—Van-Horn—le dijo el Capitán acercándose—; el junco se hunde bajo nuestros pies. El salvaje, antes de irse, abrió un boquete en la obra viva y el agua tiene inundada la bodega.
—¡Ah, pillo! Y ¿qué pensáis hacer, señor? Si estuviéramos cerca de la costa podríamos intentar alcanzarla, llevando el junco hacia los arrecifes.
—La tierra de Torres está a cien millas de nosotros y el junco se sumergirá dentro de una hora.
—¿No habrá tiempo para construír una balsa?
—¿Con este oleaje? Aunque el tiempo nos sobrara, nos sería imposible construírla.
—¿Queréis que recurramos a la chalupa? ¿Resistirá a la tempestad?
—Con ayuda de Dios, esperemos vencer en esta terrible prueba.