za, o estos tunos tratan sólo de asustar a mis hombres?
—Es un grito de llamada, Capitán—dijo el viejo Van-Horn.
—¿Habrá alguna tribu acampada por estos contornos?
—Ya sabéis que en la temporada de la pesca estos salvajes acuden a la costa con la esperanza de proporcionarse carne humana. El año último las tripulaciones de tres juncos fueron devoradas por los salvajes del cabo York.
—Lo sé, Van-Horn. He visto los restos de uno de aquellos juncos en las playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo de los australianos.
—Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que vayamos a embarrancar en las escolleras.
—Estaremos atentos, Van-Horn. Entre tanto, que carguen las lantacas y suban a cubierta los fusiles para proteger a nuestros pescadores.
En tanto que hablaban, la tripulación china había echado las dos anclas de proa y una pequeña de popa para afirmar mejor el buque, y después procedió a enrollar las velas de los palos mayor y trinquete.
—Apresurémonos—dijo el Capitán a la tripulación—. Si todo marcha bien, dentro de tres semanas habremos