Todos bajaron a la estiba con el corazón angustiado y las frentes bañadas en frío sudor.
Escapados a los dientes de los antropófagos, y cuando ya se creían en salvo, veían que les amenazaba el peligro de ser tragados por los abismos del golfo de Carpentaria, precisamente cuando comenzaba una tempestad espantosa.
Al llegar al pie de la escala se detuvieron. Van-Stael, que iba delante de todos, había metido un pie en agua.
—¡Luz!—dijo.
Lu-Hang, que iba el último, subió a cubierta, entró en la cámara de popa y volvió con una linterna encendida.
—¡La bodega está inundada!—exclamaron Hans y Cornelio, poniéndose pálidos.
En efecto; la estiba del junco estaba llena de agua, la cual unas veces se inclinaba a babor y otras a estribor, con sordos y pavorosos mugidos, rompiéndose su obscura masa contra los puntales y contra los pies de los palos mayor y trinquete. ¿Cómo había entrado aquella agua? ¿Se había abierto una vía por la mala construcción del buque o durante el tiempo que estuvo encallado?
Van-Stael, pálido por la emoción, con la frente arrugada, dirigía por todas partes miradas de desesperación, tratando en vano de descubrir la avería.