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EMILIO SALGARI

enderezó un tanto; pero en seguida volvió a acostarse. Oyóse en esto un ruido sordo en la estiba.

—¿Qué es eso?—preguntó el Capitán, admirado e inquieto—. ¿Habéis oído?

—Sí—dijo Cornelio, poniendo atención—. He oído un ruido extraño.

¿Habrá alguien en la estiba? ¿Tal vez algunos salvajes escondidos?

—No es posible. Los hubiéramos visto cuando sacamos el lastre.

A poco se golpeó la frente y palideció.

—¡Gran Dios!—murmuró.

—¿Qué tienes, tío?—le preguntaron Hans y Cornelio.

—¡Van-Horn!—gritó el Capitán, en lugar de responder—. ¿Te parece que el junco conserva el mismo nivel?

—¿Qué queréis decir, señor?—preguntó el marino.

—Te pregunto si te parece que conserva, siempre el mismo desplazamiento.

Van-Horn se inclinó por el coronamiento del castillo y miró hacia abajo.

Un grito se le escapó.

—¡Capitán!—exclamó—. ¡Nos vamos hundiendo lentamente! La popa se ha sumergido en poco tiempo más de tres pies. El agua ha cubierto el timón y llega a la orla inferior del cuadro.

—¡Hans, Cornelio, Lu-Hang, a la estiba!—gritó el Capitán—. ¡Sobre nosotros pesa una triste fatalidad!

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