tomando un tinte amarillento rojizo y se cubrían de espuma.
A las siete de la tarde, mientras el sol se iba ocultando en el horizonte, comenzaban a oírse hacia el Sur los primeros truenos, y algún que otro relámpago iluminaba aquella masa de vapores. El viento arreció de pronto, silbando entre la arboladura de la nave y levantando las olas, que se precipitaban unas sobre otras con roncos mugidos.
—¡Mala noche!—dijo el Capitán a Cornelio y a Hans, que tenían la vista puesta en las nubes—. Por fortuna, el golfo de Carpentaria es amplio y sólo tiene bancos peligrosos alrededor de las islas de Eduard Pellew.
Estamos todavía muy lejos de los escollos y bancos de coral del estrecho de Torres.
—¿Amainamos velas, tío?
—La prudencia lo aconseja. Ayudadme, muchachos, y tú también, Lu-Hang.
Las velas altas, que eran muy grandes, podían hacer que el junco se inclinara a estribor hasta hacerle embarcar agua si el viento arreciaba.
Hubo, pues, que recogerlas. El Capitán y Hans se apresuraron a plegar la de trinquete, y Cornelio y el chino la del palo mayor. Esta maniobra se efectuó al punto, a pesar de las sacudidas que daba el junco y de la violencia del viento.
La nave, que estaba muy inclinada por estribor, se