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EMILIO SALGARI


—¿Y qué me dices, Van-Horn?—preguntó el Capitán.

—No me explico esto, señor Van-Stael—contestó el piloto—. ¡Como no sea que tenga el junco alguna avería!

—Sin embargo, navega bien.

—Perfectamente—dijo Van-Horn.

—Más adelante trataremos de averiguar de qué depende este defecto que no había notado antes. Ponte al timón, Horn.

—¿Qué ruta?—preguntó el marino subiendo al castillo.

—Nornoroeste, derecho a la isla Wessel. ¡Hum! El tiempo se nubla y dentro de pocas horas tendremos mar gruesa.

—También yo lo he advertido, señor Van-Stael. Si el viento aprieta, recogeremos velas.

Los dos lobos de mar no se habían equivocado.

A la extremidad meridional del golfo de Carpentaria se iban amontonando nubes obscuras con los bordes color de naranja, y se extendían por el cielo, amenazando cubrirle hasta los límites del horizonte.

Por aquella dirección soplaban de vez en cuando ráfagas de aire caliente, que procedían, sin duda, de las caldeadas regiones de Australia, tal vez de aquel gran desierto de piedra que ocupa gran parte de ese enorme continente.

El mar comenzaba también a agitarse. Las olas iban

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