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EMILIO SALGARI

Van-Horn mirando a los salvajes que iban perdiéndose en la distancia—: os desafío a seguirnos basta el estrecho de Torres.

—Veo que ya no te dan miedo, viejo Horn—le dijo Cornelio.

—Ni antes me lo daban tampoco; pero esa canalla puede jactarse de haber hecho una buena presa. ¡Pobres chinos!... A estas horas estarán comiéndose sus cuerpos los caníbales; pero la culpa no ha sido nuestra.

Si no se hubieran emborrachado todos estarían a salvo a bordo del junco.

—¿Y lograremos nosotros llegar a la costa de Timor?

—¿Y por qué no, señor Cornelio? Somos cinco solamente; pero las maniobras de nuestras velas no requieren muchos brazos, y, además, atravesado el estrecho de Torres, nada tendremos que temer, porque sólo en ese brazo de mar, sembrado de bancos coralíferos y de bajíos, hay algún peligro.

—¡Quiera Dios que no nos sorprenda alguna tempestad! ¡Mira hacia allá, Horn! ¿No ves las nubes que se elevan a la extremidad del golfo?

—Es verdad, señor Cornelio—dijo el marino arrugando la frente—. Esta noche tendremos viento fuerte; pero el junco parece sólido y está ya probado en varias tempestades.

—No digo lo contrario; pero si al encallar ha quedado

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