—¡Mil truenos!—exclamó el Capitán, arrugando la frente—. ¡El instinto no me engañaba!
—¿Es el grito de los trépang?—preguntó Hans.
—Los trépang no gritan.
—¿Es, acaso, algún otro animal?—dijo Cornelio.
—Peor todavía. Es el grito de alarma de los australianos.
—Pues yo no los veo.
—No importa; ellos nos han visto—dijo el Capitán, que se había quedado pensativo.
—¿Y temes que nos ataquen?
—Ahora, no; pero temo por los chinos. Como sepan que hay australianos caníbales en la playa, no querrán desembarcar.
—Capitán Van-Stael, ¿habéis oído?—dijo el viejo marino que había entregado a un chino la caña del timón.
—Sí, viejo mío; pero no renunciaré a la pesca. La bahía está llena de trépang, y no quiero perder una carga que puede valernos veinte mil duros.
En seguida, enderezándose sobre el castillo de proa, gritó: —¡Abajo las anclas y las velas!
En aquel momento se oyó salir de entre las escolleras de la playa el mismo grito de antes.
—¡Cooo-mooo-eee!
—¡Todavía!—exclamó el Capitán—. ¿Es una amena-