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vida la cena, estuvo D. Rodrigo bastante pensativo en la mesa y habl6 muy poco • Así que se levantaron los manteles y se fueron los criados, el Conde con tono burlon dijo:

—¿Y bien, primo, cuándo me pagas la apuesta?

—Aún no ha pasado San Martin.

—Lo mismo da que la pagues ahora, porque han de pasar todos los santos del almanaque ántes que...

—Eso es lo que está por ver.

—Primo, estoy tan seguro de haber ganado la apuesta, que me dan ganas para hacer otra.

—Y cuál es?

—Que el Padre... el Padre... ¿Qué se yo?... Aquel fraile me parece que te ha convertido.

—Esa es ocurrencia propiamente tuya.

—Convertido, primo, sí, convertido. Yo me alegro. ¿Sabes tú que será cosa graciosa el verte compungido con los ojos bajos? ¡Y qué ufano estará el fraile! ;Con qué orgullo habrá vuelto al convento! ¡Caram que se cogen todos los dias, ni con todas las redes. No dudo que te cite como un ejemplo, y cuando vaya á hacer alguna mision algo léjos, hablará de tí. Me parece que le estoy oyendo.

Y aqui hablando gangoso, y acompañando las palabras con gestos afectados, empezó diciendo en tono de sermon:

—«En un pais de este mundo que por ciertos respetos »no nombro, vivia, y aún vive, amados oyentes mios, un »caballero libertino más amigo de las mujeres que de los »hombres de bien, el cual siguiendo el refran de cuantas »veo... puso los ojos...»

—Basta, basta-interrumpió D. Rodrigo sonriéndose.- Si quieres doblar la apuesta, estoy pronto.

—Sobre qué? ¿acaso has convertido tú al fraile?

—No me hables de él; y por lo que toca á la apuesta, San Martin decidirá.

Grande era la curiosidad del Conde, y así no anduvo corto en preguntas; pero todas las eludió D. Rodrigo, remitiéndose siempre al dia señalado, pues no queria comunicar designios que ni estaban intentados, ni todavía decididamente resueltos.

La mañana siguiente despertó D. Rodrigo, y despertó el mismo D. Rodrigo de antaño, que es lo mismo que decir, que con el sueño de la noche se habia desvanecido la poca compuncion que excitó en su ánimo aquel «Vendrá un dia» del Capuchino, y sólo quedaba en él la ira exaspe- No son peces