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el artífice un paño humedecido. Apagada del todo la luz, dejó D. Abundo su presa, buscando á tientas la puerta que conducia á otro cuarto, y habiéndola encontrado, entró en él y se cerró por dentro sin dejar de gritar: «;Perpetua! jtraicion! ¿quién me socorre? ¡Fuera, fuera de casa!» En el otro cuarto todo era confusion. Lorenzo trataba de agarrar al Cura, buscándole con los brazos tendidos para adelante, como si jugara á la gallina ciega, llegó á la puerta, y dando golpes en ella, decia: «¡Abra usted! jabra usted! ¡no alb0- rote!» Lucía llamaba con voz desfallecida á Lorenzo, y decia en tono de súplica: «; Vámonos por amor de Dios!» Antoñuelo andaba á gatas barriendo con las manos el suelo para encontrar su recibo, y Gervasio, dado al diablo, gritaba buscando la puerta de la escalera para ponerse en salvo.

En medio de semejante gresca, no podemes ménos de detenernos un momento para hacer una reflexion.

Lorenzo alborotando de noche en casa ajena, á donde se habia introducido furtivamente, y sitiando al dueño en un cuarto, tenfa toda la apariencia de un opresor, y sin embargo, era en realidad el oprimido. D. Abundo sorprendido, puesto en fuga y atemorizado miéntras se ocupaba sosegadamente en sus negocios, pudiera parecer una víctima; con todo, examinado bien el asunto, él era quien faltaba á su deber. Así van las cosas en este mundo... Quiero decir • que así iban en el siglo decimosétimo.

Viendo el sitiado que el enemigo no pensaba en levantar el sitio, abrió una ventana que caia delante de la iglesia, gritando á gañote tendido: «;Favor al Cura! ¡favor al Čura!»

Hacía la luna más hermosa del mundo; la sombra de la iglesia, y más adelante la larga y aguda de la torre se extendian inmóviles y limpias en el herboso suelo de la plazuela: todos los objetos casi podian distinguirse como de dia; sin embargo, no parecia alma viviente en todo cuanto alcanzaba la vista. Pero cerca de la pared lateral de la iglesia, y justamente por el lado que miraba á la casa parroquial, habia una reducida covacha en que dormia el sacristan, quien despertándose á las desaforadas voces de D. Abundo, saltó de la cama, abrió una hoja de su ventanilla, sacando la cabeza con las pestañas todavía pegadas, y dijo:

—¿Qué sucede?

—Corra usted, Ambrosio,-gritó D. Abundo.-Socór- Fame usted; hay gente en casa.

—Voy al momento,-contestó el sacristan.