Karaulova—. No he llorado ni hecho penitencia. Y continúo con mi oficio; por tanto, no me he arrepentido. ¡Miren ustedes!—Abrió su bolso y sacó el portamonedas, tomó dos piezas de a rublo y un poco de plata menuda y se los enseñó al abogado y a los jueces—. ¡Miren! Este dinero lo he ganado con mi oficio. Este traje también, así como este sombrero y estos pendientes. No tengo nada, absolutamente nada que no haya ganado así. Ni mi cuerpo me pertenece; está vendido por tres años, quizá por toda la vida, que no es mucho decir, puesto que nuestra vida es corta. No, no me hable usted de penitencia. No sólo no me arrepiento, sino que no tengo vergüenza ni conciencia. Que me digan que me quede en cueros, y me quedaré. Que me digan que escupa a la cruz, y escupiré.
Kravchenko empezó de pronto a llorar. Lágrimas abundantes caían sobre su pecho, como sobre una ancha bandeja.
—Entre nosotras—continuó Karaulova—no se respeta nada, ni moral, ni religión. El otro día me casaron, en broma, con uno de los clientes. Toda la ceremonia fué un sacrilegio. Se hizo burla de cuanto se considera sagrado... ¡No, no, no hago penitencia! No voy a la iglesia, y no sólo no lloro en sus gradas de piedra, como ha dicho el señor abogado, sino que hasta evito pasar por delante. No rezo, y ni siquiera sé rezar. Ignoro con qué palabras debe una dirigirse a Dios. ¿Y qué pedirle? ¿Ganar el reino de los cielos? No