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tablecido. Si continúa en ese tono, me veré obligado a retirarle la palabra.

El abogado saludó.

—Bueno, obedezco. He querido sólo decir, señores jurados, que la señora Karaulova no renunciará a sus convicciones aunque se le amenace con hacerla quemar en una hoguera y con todos los horrores de la Inquisición, lo que, por fortuna, es imposible en nuestra época. En la persona de la señora Karaulova vemos, señores jurados, algo así como el reverso de la mártir cristiana. En nombre de Cristo, renuncia a Cristo, y diciendo siempre «no», dice, en realidad, «sí».

Se iba arrebatando con su propia elocuencia. En su entusiasmo oratorio, hasta sintió un escalofrío, y, con voz conmovida, añadió:

—Sí, es cristiana y voy a probároslo, señores jurados. Las declaraciones de las señoras Pustochkina y Kravchenko, así como las confesiones de Karaulova misma, nos han trazado, de modo elocuente, el camino por donde ha llegado a esta terrible situación. Muchacha inexperta, ingenua, que acaba, acaso, de dejar la aldea, con sus alegrías sencillas e inocentes, cae en manos de un repugnante sátiro, y ve, horrorizada, que ha quedado encinta. Habiendo dado a luz en cualquier parte, bajo un cobertizo, un niño...

—Abrevie usted, si le es posible, señor defensor—dijo el presidente—. Sabemos desde el principio que Karaulova es una prostituta. Los señores jurados no son unos niños y comprenden muy