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su mano derecha, se volvió hacia el Jurado y comenzó:

—Los ejercicios oratorios del señor adjunto del fiscal...

—Señor abogado, no puedo permitir polémicas.

—Bueno, obedezco.

Se volvió de nuevo hacia el Jurado, le contempló con una larga mirada, clara y franca, y quedó un instante pensativo, cabizbajo, levantadas ambas manos a la altura del pecho, los ojos entornados, las cejas fruncidas. Los jurados y el público le miraban con interés, esperando algo extraordinario; sólo los jueces, habituados a las maneras oratorias de aquel señor, permanecían indiferentes. Después, poco a poco, el defensor salió de su estado de postración; cayeron sus manos, abrió luego los ojos, levantó la cabeza y, al cabo, pronunció con solemne acento:

—¡Señores jurados y señores jueces!

Su voz produjo un efecto extraño: ora murmuraba, bien que de manera bastante fuerte para ser oído; ora gritaba, ora hacía una larga pausa, fijando los ojos en algún jurado, que, azorándose, no tardaba en volver a otro lado los suyos.

—Señores jurados y señores jueces: Acaban ustedes de oír el discurso del señor adjunto del fiscal. Estarán, sin duda, de acuerdo conmigo si les digo que la presión ilegal e inadmisible que trataba de ejercer el señor adjunto del fiscal...

—Señor defensor, no puedo permitirle a usted ultrajar aquí a los representantes del poder es-