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—¡Imposible hacerla entrar en razón! ¡Tiene la cabeza demasiado dura!

Apenas se hubo sentado, el adjunto del fiscal se levantó:

—Permítame usted otra pregunta, señor presidente... Usted ha dicho, Karaulova, que su verdadero nombre es Pelagueia. Por consiguiente, se la bautizó con tal nombre. Así, pues, es usted cristiana, lo que consta, como es natural, en su pasaporte.

El presidente hizo una mueca, y dijo a su colega de la izquierda, bajando la voz:

—¡Nos está haciendo perder el tiempo!

Dirigiéndose a Karaulova, preguntó:

—¿Ha comprendido usted? Según sus documentos, es usted cristiana.

—Y, sin embargo, no lo soy.

—Ya ve usted, señor fiscal, no quiere comprender.

El incidente comenzaba a enojarle. La tozudez de aquella mujer turbaba el orden, paralizaba todo el mecanismo de la justicia, que solía funcionar con mucha regularidad, sin ningún entorpecimiento. Era hasta ofensivo; con toda su modestia aparente, su resignación y su humildad, aquella mujer parecía, en cierta manera, superior a los jueces, a los jurados, al público.

El ruido en la sala aumentaba, y al ujier le costaba mucho trabajo restablecer un silencio relativo. El tribunal deliberó en voz baja.

—¡Es inadmisible!—protestó uno de los jueces—.