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plicó, en defensa de Karaulova, su amiga Pustochkina—. No hace mucho estuvo en casa un viejo muy respetable... como usted...

El público soltó la carcajada.

—¡Cállese usted!—gritó, dirigiéndose a Pustochkina, el presidente—. ¡No tiene usted derecho a hablar mientras no se le pregunte!

Y viendo que otro miembro del Jurado se levantaba, preguntó:

—¿Usted también quiere hacer una pregunta?

—Sí, con su permiso—dijo, con voz fina, casi infantil, un alto y grueso comerciante, formado todo él de esferas y semiesferas: su vientre, su pecho, sus mejillas y sus labios eran redondos, abombados.

Y dirigiéndose a Karaulova, continuó:

—Escucha: tú puedes arreglar tus asuntos con Dios como quieras; pero aquí, en la tierra, debes cumplir tus deberes. Hoy te niegas a prestar juramento so pretexto de que no eres cristiana; quizá mañana cometas un robo o envenenes a uno de tus clientes: de mujeres como vosotras puede esperarse todo... Haces mal en obstinarte y separarte de nuestra Santa Iglesia. Si has pecado, puedes arrepentirte—para eso existen los templos—; en modo alguno rechazar tu religión, sin la cual carecerás de todo freno y creerás que todo te está permitido.

—Tal vez me haga ladrona o algo peor todavía... Desde el momento en que no soy cristiana...

El grueso comerciante sentóse, y dijo a su vecino: