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—¡Silencio!—exclamó el presidente—. Ujier, si alguno habla alto, hágale usted salir.

En aquel momento se levantó un miembro del Jurado, un viejo delgado, huesudo, con una larga levita negra, y se dirigió al presidente:

—¿Quiere usted permitirme una pregunta?... Karaulova, ¿hace mucho tiempo que es usted prostituta?

—Ocho años.

—¿Y qué hacía usted antes?

—Era criada.

—Y, naturalmente, quien la puso a usted en el mal camino fué su amo... ¿O su hijo quizá?

—No, el amo mismo.

—¿Y cuánto le dió a usted?

—Diez rublos, y, además, un broche de plata y un corte de traje... Tenía un gran almacén de telas.

—¿Y por eso se perdió usted para toda la vida?

—¿Qué quiere usted? Yo era joven y tonta.

—¿Tuvo usted hijos?

—Sí, un muchacho.

—¿Qué ha sido de él?

—Murió en un asilo.

—Claro, después no ha tenido usted hijos...

—No.

El viejo, siempre severo, volvió a ocupar su asiento, y, ya sentado, dijo:

—Tienes razón: no eres cristiana. Por diez rublos perdiste tu cuerpo y tu alma.

—¡Hay viejos que dan más de diez rublos!—re-