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sado por la obstinación de Karaulova, la miraba con desprecio.

El tribunal deliberaba.

—Bueno. ¿Qué hacer?—decía en voz baja el presidente, furiosísimo—. Es una verdadera imbécil: la arrastran al paraíso y no quiere ir...

—Creo que debían examinarse sus facultades mentales—dijo su vecino de la izquierda—. En la Edad Media, los tribunales condenaban a la hoguera a mujeres que no tenían nada de brujas, sino que eran simplemente histéricas.

—¡Ya comienza usted con sus concepciones patológicas!—repuso el presidente—. En ese caso deberíamos comenzar por examinar las facultades mentales del adjunto del fiscal. ¡Tenga usted la bondad de mirarle!

El adjunto del fiscal, un joven con alto cuello postizo y fino bigote, parecido de un modo extraño al acusado, se esforzaba hacía largo rato en atraer sobre su persona la atención del tribunal. Se removía en su asiento, se alzaba de él, se apoyaba sobre la mesa hasta casi tenderse, balanceaba la cabeza, sonreía y, cuando el presidente le dirigía por casualidad una mirada, avanzaba todo el cuerpo en dirección al magistrado. Era evidente que sabía algo y ardía en deseos de decírselo al tribunal.

—¿Usted quiere decir algo, señor fiscal?—le preguntó al fin el presidente—. Le suplico que sea breve.

—Permítame usted una pregunta...