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que he hecho, y mis mejillas enrojecidas me venderán, sobre todo al resplandor de las antorchas. Cuando tú, Enrique, me mires con una sonrisa maliciosa, me moriré de confusión. No, no; esperaré aquí... (Una corta pausa.) ¡Dios mío, se acercan! Oigo pasos pesados y rápidos...

(Aparece, gritando, una turba de hombres armados. Llevan en la mano aceros desnudos. Les siguen los barones del viejo conde, con las cejas fruncidas, gruñendo, llenos de una cólera sorda. Las antorchas proyectan una luz lúgubre sobre la escena. Se oyen gritos de «¡El duque!» «¿Dónde está el duque?»)

Valdemar.—¿Sois vos, condesa? ¿Dónde está el duque? ¿Dónde está Enrique?

Elsa.—No comprendo lo que me preguntáis.

Valdemar.—¿Dónde está Enrique? Soy su amigo. Le buscamos por todas partes y no le encon tramos. Os suplico, condesa, que nos digáis dónde se halla: ¡vos debéis saberlo!

Los barones.—¡Es terrible! ¡Insultan a la condesa!

Elsa.—¡Pero yo no le he visto!

Valdemar.—Eso no es verdad; nos ha dejado para correr junto a vos. ¡Le habéis visto!

Los barones. (Blandiendo los aceros.)—¡Qué insolencia! Llamad al conde: ¡insultan a su hija!

—¡Nos han hecho esperar todo el día!

—¡Y ahora se atreven a acusar de liviandad a la condesa!

—¡Defenderemos su honor!