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Enrique.—Luego, unos hombres nos atacan. Una batalla sangrienta sobreviene; pero logramos abrirnos paso.

Elsa.—¿Y después?

Enrique.—Atravesamos una ciudad ardiendo. Creo que nunca voy a salir de ella. No tarda mi segundo caballo en caer. Mis barones gruñen. En todos estos contratiempos ven funestos presagios. Las cejas fruncidas, aunque intrépidos, se muestran recelosos y no quieren avanzar más. Insisten en que nos detengamos; pero yo grito: «¡Adelante! ¡Mi amada prometida, mi hermosa, me espera! ¡Adelante!» Y heme aquí contigo. Toco tus manos y tus hombros y respiro tu puro aliento. Se me figura un dulce sueño. Pero ¿por qué no dices nada? Pareces inquieta; tu corazón late presuroso. Di, querida mía, ¿qué tienes?

Elsa.—Nada. Pero el sol de hoy era tan triste...

{{may|Enrique}}.—Ya se ha puesto.

Elsa.—Sí, se ha puesto; no está ya en el cielo, y tú estás aquí, junto a mí. Pero no, no eres tú; es tu espectro de los labios ardientes y la mirada luminosa.

(Se oyen las trompetas.)

Elsa.—¡Es el duque que llega!

Enrique.—Sí, es el duque.

Elsa.—Dios mío, ¿cómo le confesaré mi traición? He abrazado a otro.

Enrique.—El duque llega, y yo debo alejarme. Tiene gracia; me inspira algo así como celos el feliz mortal cuya llegada anuncian esas trompetas.