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Astolfo.—Y, sin embargo, le reconozco: es el duque.

El conde.—Lo dudo. Es otro, sin duda. Sí, muchacho, es otro. ¡Pero es terrible! La condesa traiciona a su noble prometido, y mientras él vuela hacia aquí en alas del amor, ella se deja abrazar por un advenedizo. ¡Ahí tienes lo que son las mujeres, Astolfo!

(Se echa a reír.)

Astolfo.—¿Bromeáis, conde?

El conde.—Nada de eso. Lo que estás viendo no parece una broma.

Astolfo.—Pero os aseguro que es el duque.

El conde.—¡Calla, tonto! ¿Crees al duque capaz de una cosa así? Según tú, es capaz de colarse en el castillo, en medio de la noche, por cualquier agujero, como un ladrón, como una zorra en el gallinero para robar gallinas. El duque, en efecto, nos ha sido impuesto por el emperador; pero nos tiene respeto y no se permitiría nunca... Parece que requieres tu acero, amigo.

Astolfo.—Comienzo a tener dudas. Vos veis mejor que yo, conde.

El conde.—Además, la noche es obscura, ¿verdad?

Astolfo.—Sí, muy obscura.

El conde.—¿Ves? Y cuando está obscuro, es muy fácil equivocarse.

Astolfo.—Sí, es muy fácil. ¡Decididamente, no es el duque!

El conde.—¡Pobre duque! ¡Ser engañado tan