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Enrique.—Una llama del infierno arde en ellos.

Elsa.—¿Y cómo fulguran de tal modo tus ojos? Los ojos de los espectros están apagados y mudos.

Enrique.—Los iluminan resplandores del paraíso. ¡Amor mío, novia querida! ¡Si supieras cómo te amo! ¡Qué largo ha sido este día para mí!

Elsa.—¡Y para mí qué terrible!

Enrique.—No podía más. He abandonado a mis barones y mis guerreros—¡avanzan tan lentamente, de una manera tan solemne!—, y he corrido aquí. ¡Qué dicha, te he encontrado sola! ¿Me esperabas aquí, amor mío?

Elsa.—No. ¡Pero qué extraña capa llevas!

Enrique.—Es la de uno de mis servidores; no he querido que me reconociesen aquí. No soy yo, Elsa; soy mi espectro. El verdadero duque viene con sus barones.

Elsa.—No estarán lejos.

Enrique.—No; pronto oirás los sonidos de sus trompetas, y entonces mi espectro te dejará.

Elsa.—¿Por mucho tiempo?

(Cambian besos y hablan en voz baja. En lo alto de la escalinata aparecen el conde y Astolfo.)

Astolfo. (Quedamente.)—¿Veis, conde?

El conde. (También quedamente.)—Sí, ya veo.

Astolfo.—¡Es el duque!

El conde.—¿Crees?

Astolfo.—¿Quién puede ser, si no, ese hombre? Sí, es el duque.

El conde.—Pero esa no es su capa.