za que invade mi alma?... ¡Ah, ese presentimiento! Y luego ese lúgubre castillo... Ese viejo estanque, cubierto de musgo verde... Lo aborrezco. Me da miedo, sobre todo hoy. Está lleno de ranas que saltan ruidosamente de la orilla al agua. Cuando he visto esta noche reflejarse nuestro castillo, con sus ventanas iluminadas, en el agua inmóvil del estanque, he pensado que así debe de ser el castillo de la muerte. ¡La muerte!... Pero si Enrique, en efecto, ha muerto, ¿por qué le siento tan cerca de mí? Sus besos me queman los labios, y mi corazón...
(Se interrumpe de pronto y deja escapar un grito. Sale el duque de entre los árboles.)
Elsa.—¿Quién es?
Enrique.—¡Elsa! ¡Amor mío! ¡Mi amada prometida!
Elsa.—¡Enrique!
(Se abrazan y permanecen así unos momentos, las bocas juntas en un beso. En lo alto de la escalinata aparece Astolfo. Mira un instante y desaparece de nuevo.)
Elsa.—¿Por qué me habéis hecho esperar tanto tiempo? He creído morir de angustia y desesperación. Enseñadme la faz... Si sois vos... eres tú... ¿Por qué no dices nada, Enrique? ¿Acaso has muerto y no eres más que tu espectro?
Enrique.—Sí, soy mi espectro.
Elsa.—¿Pero cómo queman tus labios de tal modo? Los labios de un espectro están fríos y mudos.